domingo, 9 de noviembre de 2014

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Hacía algún tiempo que no paraba por este apeadero, ni siquiera para releer el transcurrir de los acontecimientos, el cómo hemos llegado hasta aquí después de una temporada ya sin pisar suelo español. Y esta noche, que debería estar haciendo cualquier otra cosa excepto escribir en este blog, justo me ha apetecido darle a la tecla un rato para contar cómo va la vida por los Estados Unidos de América. Supongo que forma parte de mi espíritu procastinador. 

Es domingo, como casi siempre que me da por escribir. Son algo más de las ocho de la tarde. El sol hace tiempo ya que se ha escondido hasta mañana. Suena Bon Iver, o mejor dicho me acompaña. Una vez más la mesa está infectada con montones de papeles que no sé muy bien si van o vienen, si sirven o no. La habitación en la que escribo está iluminada por una lámpara que no deja mucho a la imaginación, y en la puerta cuelga sobre una percha la camisa arrugada que debería haber planchado esta tarde. Un par de botellas de agua medio vacías completan el panorama de mi mesilla, y sobre la manilla de la puerta del armario reposa una camisa hawaiana que me regalaron un par de personas de esas que tienen magnetismo.

Hoy hace tres meses y dos días que me subí en un avión con destino a Nueva York y que perdí mi vuelo de conexión a Atlanta para acabar volando en primera bebiendo ginebritas al lado de un tipo que parecía estar muy ocupado. Y la verdad es que ya no siendo aquella emoción del principio, ni esa euforia por emprender un camino nuevo, y por qué no decirlo, absolutamente desconocido. Rara es la ocasión, desde hace algún tiempo, que tengo la sensación de estar haciendo algo por primera vez a este lado del Atlántico. Es cierto que no quedan más que los restos de aquel lugar que en mi cabeza tenía idealizado, ¿pero y qué?

Me ha cambiado la vida. Mucho. Tanto que tengo la sensación de ser una persona diferente a la que aquel 7 de agosto se largó de España persiguiendo un cambio. Tanto que no pasa un día sin que salga a la calle con la sonrisa puesta en la cara, ni sin que pueda evitar comparar lo que tengo aquí con lo que otrora tuve allí. Ya no llevo traje ni corbata, ni desahucio gente de sus casas, ni ejecuto hipotecas, ni me pego con jueces maleducados, ni sobre todo, sufro los efectos del desencanto de llevar a cabo una labor tan ingrata como poco valorada. En lugar de todo ello, ahora vivo en un lugar en el que si algo no me falta es precisamente aquello que faltaba en el lugar del que vengo: oportunidades. A todos los niveles.

Alabama, con todos sus defectos (que los tiene) me está sirviendo para crecer. Para aprender a valorar más las cosas que tengo, y para darme cuenta de que al contrario que muchos de quienes me rodean, mi felicidad no depende en absoluto de lo material. Pero no sólo eso, Tuscaloosa me está sirviendo para comprobar el valor de una soledad de la cual he aprendido que más allá de clichés, a veces verdaderamente es mejor estar solo que mal acompañado. Que efectivamente no sólo se puede vivir solo, sino que se puede vivir bien sin depender –emocionalmente- de nadie. Esta es posiblemente mi parte preferida del guion.

El caso es que sin saber muy bien ni cómo ni por qué, aquí estoy siendo feliz. Encontrando motivos que compensen la falta de algunos elementos importantes a siete mil ciento noventa y cinco kilómetros de aquel lugar en el que viví durante prácticamente los primeros veinte y seis años de mi vida. Echando de menos por momentos a una ciudad cuyas calles hablan por sí solas, y extrañando personas a las que no veo el momento de volver cuando por fin el día 7 de diciembre aterrice de nuevo en Madrid. Porque al final, después de darle muchas vueltas, y gracias al sacrificio de mi madre, aterrizaré a eso de las 9 de la mañana en la terminal cuatro del Aeropuerto Adolfo Suárez Madrid Barajas.

El 7 de diciembre por fin vuelvo a casa, madre.


lunes, 13 de octubre de 2014

Como el turrón.

Allá por finales de julio, principios de agosto, entre maletas que nunca terminaban de hacerse y despedidas eternas, cavilábamos yo y quienes me rodeaban entre ginebritas del Villanueva sobre cómo hacer para regresar a casa por Navidad. Sabíamos que la universidad me pagaría lo suficiente para sobrevivir, pero no tanto como para ahorrar el dinero necesario para comprar un billete de avión a España que se nos antojaba, todo sea dicho, bastante más caro de lo que realmente es en realidad. 

Entre las múltiples posibilidades que barajamos en aquellas noches no se encontró en ningún momento ponernos un panti al día siguiente en la cabeza y entrar al banco a solicitar con amabilidad un préstamo de esos que no se devuelven jamás, lo cual habría sido a todas luces la mejor opción. Sin embargo, y pese a que la idea del panti para mí siempre será una opción, lo cierto es que sí sonaron otro tipo de opciones un poco más tangibles. Sin tener que pasar una temporada en Soto del Real, quiero decir. 

Aunque ya no recuerdo muy bien todas las propuestas que realizamos –sospecho  que más por el tiempo transcurrido que por la ginebra, todo sea dicho-, recuerdo que hubo quienes se mostraron dispuestos a financiar de forma desinteresada una parte de mi billete con tal de emborracharse conmigo el día 24 de diciembre por la mañana. De hecho, a día de hoy, hay quien todavía me pregunta si necesito que me eche una mano a volver a casa por Navidad con tal de poderme ver. Ya veis, no puedo quejarme de la gente que me rodea.

En uno de aquellos momentos de lucidez, si es que se puede llamar así, a alguien se le ocurrió buscar una empresa patrocinadora que estuviese dispuesta a financiar mi retorno a condición de poder grabar la cara de sorpresa-alegría de mis seres queridos al verme entrar por la puerta de mi casa de forma inesperada para utilizarlo como campaña de publicidad. La locura llegó a tal punto, que incluso a mí mismo se me ocurrió la idea de auto editar un libro reuniendo todos los montonesdepapeles montando un crowfunding y vender dicho libro con opciones varias como manuscritos, ediciones dedicadas, títulos de agradecimiento y vaya usted a saber qué más. Ni que decir que lo que entre ginebras parecía la idea del siglo, duró entre mis opciones lo que tardaron en desaparecer los efectos que el líquido elemento transparente mezclando con tónica produce.

El caso, es que al final ha resultado que el dinero que me paga la universidad da de sí un poco más de lo esperado, y que ello, unido al pago de una minuta que generé como abogado hace ya un par de años –con la que ya no contaba, dicho sea de paso-, y a la colaboración de alguien que tiene verdaderas ganas de verme, parece que va a hacer posible que allá por diciembre haga las maletas y ponga rumbo a España durante aproximadamente un mes. Tiempo suficiente para recargar las baterías hasta mayo, que volveré a hacer escala en el país que me vio nacer.

No soy un gran fan de la Navidad, la verdad. Diría que El Grinch a mi lado es Papá Noel, de hecho. Pero por primera vez en muchos años quiero que llegue. Porque por primera vez en muchos años, la Navidad cobra sentido para mí. Volver a mi casa (sea cual sea esta vez), pasar tiempo con mi familia, reencontrarme con mis amigos, volver a los bares de siempre, o simplemente recuperar la precisión de las palabras. Pequeños detalles que no se aprecian bien al microscopio, que necesitan ser vistos con un poco más de perspectiva. Y esa perspectiva sólo la da la distancia.

Alabama, no sólo me está proporcionando la mejor experiencia de mi vida a todos los niveles, sino que además me está ayudando a diferenciar las cosas importantes de aquellas que son superfluas. Y eso, de alguna forma también es literatura.

lunes, 6 de octubre de 2014

Tuscaloosa, dos meses después.



Es 6 de octubre. Son las 11:47 horas de la noche en Tuscaloosa. Escucho a Jero Romero. Hace un rato que he llegado a casa de un partido de flag football en el que hemos vuelto a ganar. Afortunadamente esta semana no me han partido la boca ni me han puesto una rodilla morada, vamos mejorando. Estoy tirado en la cama, con el ordenador sobre las rodillas y los auriculares, las gafas y la sonrisa puestos. Nada nuevo, por otra parte. En la pared de mi habitación sigue ondeando Mujer, pájaro y estrella de Miró, y sobre la mesa anidan montones de papeles en el sentido –desafortunadamente- menos metafórico de la expresión. No hace frío. Siento paz. Estoy a gusto, como el 99% del tiempo desde que llegué a Estados Unidos. Cuando acabe de escribir este mensaje, ya será día 7 de octubre, y hará dos meses desde que crucé el charco. Por eso estoy aquí escribiendo otra vez, para contaros que.

Han pasado dos meses desde que me despedí en el aeropuerto de mi padre y de mi hermano para venir a un sitio en el que, si bien ya había estado, no tenía muy claro qué era lo que iba a encontrar. Un máster en literatura. A priori sonaba bastante agradable. Y a posteriori debo decir que está resultando una experiencia de lo más enriquecedora. No sólo por leer cosas que jamás habría leído de no estar aquí, sino por el nuevo horizonte que se está abriendo ante mí: la posibilidad de desarrollar una carrera en este campo, de continuar mis estudios en este país y encontrar un trabajo como profesor después. De emigrar de forma definitiva si es que la vida me acaba llevando por esos derroteros, lo cual no me atrevo a descartar a día de hoy.

Dos meses después de aterrizar, sigo siendo exactamente igual de feliz que cuando llegué –si no más- y sigo teniendo intacta la ilusión de descubrir lo que hay más allá de las absurdas fronteras que nos imponen los territorios. Es cierto que ya no estoy en aquella fase de idealización en la que todo era perfecto y de color de rosa, pero también es verdad que a medida que pasan los días aquí, mis obligaciones aumentan no sólo en número sino en nivel de exigencia: no sólo tengo que hacer muchas cosas, sino que además tengo que hacerlas bien. Especialmente las fotocopias, que a día de hoy son aquello por lo que la universidad me paga un sueldo hasta que cumpla el número mínimo de horas para poder empezar a enseñar español. Y encantado, ojo.

La semana pasada, por otra parte, por fin conseguí mi tan ansiada licencia de conducir de Alabama, por lo que ya no tengo que ir con mi pasaporte a los bares. Resumiré el proceso diciendo que cualquier parecido con el sistema español es mera coincidencia. Para empezar porque aquí no existen las autoescuelas y pagué sólo 23,50 dólares, que es el precio de poder hacer la prueba y la posterior expedición del carnet si finalmente apruebas. Y para seguir, porque aprobé el examen teórico sin haber tocado el libro de circulación. Pero además de eso, y para rematar la faena, nada más aprobar esta parte, me monté en el coche con un policía al lado para hacer el examen práctico, por llamarlo de alguna manera. A mí, que he conducido por Madrid, y que me saqué el carnet de conducir en Móstoles, que es como la jungla pero sin plantas, me dieron una vueltecita de cinco minutos por un barrio residencial de Tuscaloosa. En total, tardé dos horas de reloj en conseguir mi licencia desde que llegué al centro de exámenes hasta que me fui. Igualito que en España, ¿eh? En el apartado de curiosidades, aprobé el examen justo 8 años después de haber aprobado en España. Casualidades de la vida.

Por lo que respecta al idioma, parece ser que últimamente no sólo me entero de casi todo lo que me hablan ya, sino que además soy capaz de producir alguna que otra frase con sentido. Lo cual está bien, puesto que esta es la única parte de la experiencia que no era negociable antes de venir: la literatura podía ir mejor o peor, pero perfeccionar una segunda lengua era una obligación. Debo decir para aquellos que estaban preocupados por mi posible acento sureño, que de momento no existen manifestaciones evidentes de tal suceso –ni de ningún otro relacionado con el acento-, puesto que sigo teniendo un marcado acento sureño, concretamente del suroeste de Europa, vamos.

En cuestión de sensaciones personales, intenciones y miscelánea –que diría Pepe de la Torre, a la sazón mi profesor de Filosofía del Derecho- lo cierto es que ya he empezado a trazar un plan de futuro aquí. No sé muy bien qué pasará después de estos dos años, a dónde –o a dónde no- me llevará la vida. Sin embargo, por mi carácter de soñador no he podido evitar comenzar a mirar otros programas de doctorado en otras universidades grandes –especialmente del oeste-. De momento lo cierto es que aquí estoy encantado, pero no me gustaría pecar de conformista; quiero aspirar a lo mejor, al menos como declaración de principios. 

En cuanto a todo lo demás debo decir que, al contrario de lo que alguna pensaba cuando me fui de España, aún no me he casado ni nada por el estilo. A veces echo de menos Madrid, pero sin exageraciones, y generalmente extraño a mi familia, aunque es una sensación soportable. Las nuevas tecnologías han reducido mucho las distancias, y pese a que el contacto físico es difícilmente sustituible, lo cierto es que eso de vernos las caras iPad mediante de vez en cuando ayuda. Sospecho que me echan más de menos ellos a mí que yo a ellos, la verdad. Especialmente mi madre, que ya no tiene con quien discutir.

Y por lo demás, nada. Que efectivamente ya son las 00:43 del día 7 de octubre de 2014, y que justo dentro de 8 días, el 15, por motivos que no vienen al caso, tengo un billete de vuelta a España. Billete que por cierto, he decidido que voy a perder de forma definitiva, pues hasta nueva orden, y mientras nada ni nadie me ofrezcan algo mejor de lo que tengo aquí, me voy a quedar en los Estados Unidos de América. Que para eso fueron los primeros en creer en mí cuando ni yo mismo lo hacía.