miércoles, 27 de agosto de 2014

Un miércoles en Tuscaloosa.



No suelo escribir entre semana, primero porque generalmente no tengo tiempo, y segundo porque no me suele apetecer. Pero, qué demonios, la inspiración es propensa a aparecer en el momento más insospechado, y a veces hasta se disfraza de alegría, como hoy.

Es miércoles. He salido de casa a las siete y media de la mañana, y he regresado a las siete y media de la tarde, lo cual, por otra parte, habría sido muy normal en aquella época en la que me ponía una corbata antes de desayunar y me la quitaba justo antes de cenar, prácticamente sin haber visto el sol. Época que, por cierto, afortunadamente ya pasó.

El de hoy, sin embargo, no ha sido una excepción. De ahora en adelante, y mientras dure este semestre, todos mis miércoles serán así: clase de fonética a las ocho. Descanso de nueve a diez. Clase de español de diez a once. Descanso de once a doce. Tutorías con alumnos de doce a dos. Descanso de dos a dos y media. Clase de memoria histórica de dos y media a cinco. Y prácticamente sin descanso, clase de metodología de la enseñanza de cinco a siete y media.

La realidad es que esta última semana, desde el jueves pasado aproximadamente, he tenido que leer cerca de 400 páginas entre libros, artículos, y capítulos de libros de texto. Además, he tenido que escribir un ensayo corto, y varias reflexiones sobre diferentes temas. No es exactamente lo que esperaba, la verdad, no voy a mentir a nadie. Sin embargo, debo decir que me gusta.

Me gusta forzarme a mí mismo para ver hasta dónde soy capaz de llegar, y a veces me sorprendo haciendo cosas de las que no me creía francamente capaz. Me gusta estar preparándome para ser un profesor de español, aunque no tenga muy claro si voy a llegar a serlo. Me gusta no tener claro el destino de este viaje todavía. Vivir esta experiencia sin expectativas.

Pero sobre todo, me gusta que, al llegar a casa después de un día como éste, que apenas he tenido tiempo para respirar, todavía me queden ganas de encender el ordenador y ponerme a teclear porque necesite contarle al mundo que, 20 días después de haber emprendido la aventura de mi vida, no sólo no me he arrepentido todavía, sino que además estoy aún más contento que cuando llegué. Que ya es decir.

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