Domingo por la mañana en
Tuscaloosa. Las cortinas echadas para que no entre el sol. La ropa de anoche
sobre la silla. Sobre la mesa montones de papeles, libros, sobres, y demás
cosas necesarias para sobrevivir a este lado del Atlántico. Sobre la pared,
como siempre, “Mujer, pájaro y estrella” presidiendo la habitación. Las puertas
del armario abiertas de par en par, para no perder la costumbre. Y el bote de ibuprofenos,
elixir de mis muchas mañanas difusas aquí, sobre el aparador junto al bote de
Old Spice.
Hoy ya hace un mes que llegué
aquí, y aunque sigo mediatizado por la situación, aún a riesgo de parecer un
snob, quizás sea el momento de empezar a hacer algo de balance. O no, igual
sólo es la hora de contar qué es lo que está pasando por aquí. De decir que a
estas alturas de la película, estoy completamente integrado tanto en la
universidad como en lo que no es la universidad. Así en las clases como en los
bares (sin ánimo de resultar blasfemo). Decir, por ejemplo, que el primer mes,
entre unas cosas y otras ha pasado rápido. Muy rápido. Tan rápido que prácticamente
no he tenido tiempo de echar de menos España.
Uno de los objetivos que
perseguía la aventura transoceánica era el de pasar desapercibido por la calle
mientras camino. De ser un poco más anónimo. Y lo cierto es que, aunque de
forma involuntaria, no lo estoy consiguiendo. Después de cuatro años trabajando
para el programa de verano en España de la universidad, raro es el día que no
me encuentro con algún estudiante conocido durante estos años mientras camino
por el campus. Raro es que en la eterna fila del Starbucks no reconozca una
cara familiar, un gesto de alegría por encontrarme aquí, que es lo que siempre
suelo recibir.
Hasta ahora, la parte más difícil
de la adaptación quizás haya sido la comida. Las dos primeras semanas aquí me
alimenté básicamente a través de crackers y platos precocinados cuyo parecido
con la comida era pura y absoluta casualidad. Sin embargo, desde que decidí que
era hora de volver a cocinar por mí mismo, las cosas han ido mejor. De vez en
cuando me homenajeo con una tortilla de patatas, que es la forma más sencilla
de transportarme hasta Madrid.
¿Es todo positivo en Alabama? Pues
probablemente no lo sea, pero hasta ahora no puedo identificar la parte
negativa. Es curioso cómo a veces me sorprendo a mí mismo pensando que en algún
momento darán las doce, la carroza se convertirá de nuevo en una calabaza y los
caballos que tiran de ella volverán a ser ratones. Me detengo a observar, a
intentar descubrir el fundamento de este truco, como si de la creación de un
mago, esta experiencia se tratara.
Un mes. Y no ha habido un solo momento
en todo este tiempo en el que no me haya sentido un tipo afortunado. Treinta
días en los que no conozco, ni quiera de soslayo la tristeza. No sé cuántos
minutos sonriendo de corrido. Una barbaridad de segundos sintiendo que, definitivamente,
cada día que paso aquí, Alabama es un poco más sweet home.
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