martes, 23 de septiembre de 2014

En Alabama sigo.



Pasados los primeros nervios del directo, nos hemos plantado de repente en el 23 de septiembre. Y aquí estoy, recapitulando un poco las últimas pinceladas de la aventura, haciendo balance de lo que he vivido a estas alturas, y declarando intenciones para lo que aún queda por venir. Disfrazando las vivencias en forma de palabras, como si misteriosamente éstas sirvieran para algo más que contar lo que ocurre y lo que no.

Por aquí el verano se ha resistido a irse hasta hace apenas unas horas en las que parece que el otoño ha decidido tomar, de una vez por todas, el relevo. Las temperaturas han empezado a bajar sin mucha vocación, y los árboles siguen tan verdes como siempre, preguntándose a partir de qué momento comenzarán a clarear. Desconozco lo perenne –o no- de las hojas que los visten, por lo que aún no me atrevo a vaticinar su inmediata desnudez. 

Por otra parte, parece que las euforias se van enfriando al mismo ritmo que las temperaturas. Esa fase de luna de miel ya no es lo que era, y gran parte de la culpa supongo que la tiene la rutina. También es verdad que, de alguna forma, he perdido ese componente anónimo que tan atractivo me resultó al principio. Aun así, de lunes a viernes en horario de oficina –o casi- me dirijo andando hacia mi ya no tan nuevo destino, con la expectativa de que cada día sea un poco mejor que el anterior. Que no siempre es fácil, debo decir.

En el apartado de novedades, por llamarlo de alguna manera, incluyo el hecho de que me he apuntado a jugar en un equipo de “flag football”, que es el como un fútbol americano en el que no hay contacto (relativamente, que tengo una rodilla morada) salvo para quitarte una cinta de tela que llevas en la cintura. Hasta ahora hemos jugado dos partidos, y llevamos pleno de victorias, por lo que deduzco que debemos ser buenos; y digo bien cuando digo que deduzco, porque aún no tengo mucha idea de cómo funciona el invento.

La segunda novedad es que el ordenador desde el que escribo, éste desde el que tantos montonesdepapeles han salido en este último año, tiene sus horas contadas. Después de casi 6 años dando guerra, ha decidido que lo mejor es retirarse, y yo, que no tengo valor para negarme, le he dado la venia con efecto inmediato a partir del jueves, que es cuando me traen mi nueva “máquina de escribir”. El nuevo, que por cierto tiene teclado americano, tendrá difícil estar a la altura del que se va. Pero aun así, confío en que sea el que me traiga la inspiración definitiva para escribir la primera novela de mi vida.

En tercer lugar, y no por ello menos importante, es posible que este jueves –por fin- me examine del carnet de conducir, para lo cual evidentemente tendré que contar con la inestimable colaboración de mi ángel de la guarda (al que por cierto algún día tendré que encontrar la forma de dar las gracias por cambiarme la vida). La trascendencia de esto no es poder conducir –que también-, porque no tengo coche, sino poder salir por las noches con un carnet de identidad americano y no tener que cargar con el dichoso pasaporte.

Por lo demás, sigo siendo el mismo idiota con ínfulas de siempre. Sigo escuchando a The Cure y viendo los partidos del Madrid (cuando me deja este extraño horario). Sigo cocinando, aunque a veces eche en falta un rodillo y un bote de nata. Y sobre todo, sigo pensando que, pase lo que pase a partir de ahora, la decisión de salir de España ha sido una gran idea en términos de felicidad, tanto cualitativa como cuantitativa. No sólo soy más feliz, sino que lo soy durante más tiempo, que al fin y al cabo era el objetivo de mi periplo americano.

En cuanto al resto, pues poco que añadir. Parece que el mundo sigue girando en un sentido que bien podría ser el de las agujas del reloj, y que el sol sigue saliendo y poniéndose aquí cada día, aunque justo es decir ya de paso, que el atardecer de aquí, en algunos lugares es difícilmente superable.

Y poco más. Que de vez en cuando, todavía encuentro a mi alrededor algo de poesía de esa que no se escribe pero se vive. Que por cierto, es la mejor.

domingo, 7 de septiembre de 2014

Primer mes.



Domingo por la mañana en Tuscaloosa. Las cortinas echadas para que no entre el sol. La ropa de anoche sobre la silla. Sobre la mesa montones de papeles, libros, sobres, y demás cosas necesarias para sobrevivir a este lado del Atlántico. Sobre la pared, como siempre, “Mujer, pájaro y estrella” presidiendo la habitación. Las puertas del armario abiertas de par en par, para no perder la costumbre. Y el bote de ibuprofenos, elixir de mis muchas mañanas difusas aquí, sobre el aparador junto al bote de Old Spice.

Hoy ya hace un mes que llegué aquí, y aunque sigo mediatizado por la situación, aún a riesgo de parecer un snob, quizás sea el momento de empezar a hacer algo de balance. O no, igual sólo es la hora de contar qué es lo que está pasando por aquí. De decir que a estas alturas de la película, estoy completamente integrado tanto en la universidad como en lo que no es la universidad. Así en las clases como en los bares (sin ánimo de resultar blasfemo). Decir, por ejemplo, que el primer mes, entre unas cosas y otras ha pasado rápido. Muy rápido. Tan rápido que prácticamente no he tenido tiempo de echar de menos España.

Uno de los objetivos que perseguía la aventura transoceánica era el de pasar desapercibido por la calle mientras camino. De ser un poco más anónimo. Y lo cierto es que, aunque de forma involuntaria, no lo estoy consiguiendo. Después de cuatro años trabajando para el programa de verano en España de la universidad, raro es el día que no me encuentro con algún estudiante conocido durante estos años mientras camino por el campus. Raro es que en la eterna fila del Starbucks no reconozca una cara familiar, un gesto de alegría por encontrarme aquí, que es lo que siempre suelo recibir.

Hasta ahora, la parte más difícil de la adaptación quizás haya sido la comida. Las dos primeras semanas aquí me alimenté básicamente a través de crackers y platos precocinados cuyo parecido con la comida era pura y absoluta casualidad. Sin embargo, desde que decidí que era hora de volver a cocinar por mí mismo, las cosas han ido mejor. De vez en cuando me homenajeo con una tortilla de patatas, que es la forma más sencilla de transportarme hasta Madrid.

¿Es todo positivo en Alabama? Pues probablemente no lo sea, pero hasta ahora no puedo identificar la parte negativa. Es curioso cómo a veces me sorprendo a mí mismo pensando que en algún momento darán las doce, la carroza se convertirá de nuevo en una calabaza y los caballos que tiran de ella volverán a ser ratones. Me detengo a observar, a intentar descubrir el fundamento de este truco, como si de la creación de un mago, esta experiencia se tratara.

Un mes. Y no ha habido un solo momento en todo este tiempo en el que no me haya sentido un tipo afortunado. Treinta días en los que no conozco, ni quiera de soslayo la tristeza. No sé cuántos minutos sonriendo de corrido. Una barbaridad de segundos sintiendo que, definitivamente, cada día que paso aquí, Alabama es un poco más sweet home.