Pasados los primeros nervios del directo, nos hemos plantado de repente en
el 23 de septiembre. Y aquí estoy, recapitulando un poco las últimas pinceladas
de la aventura, haciendo balance de lo que he vivido a estas alturas, y
declarando intenciones para lo que aún queda por venir. Disfrazando las
vivencias en forma de palabras, como si misteriosamente éstas sirvieran para
algo más que contar lo que ocurre y lo que no.
Por aquí el verano se ha resistido a irse hasta hace apenas unas horas en
las que parece que el otoño ha decidido tomar, de una vez por todas, el relevo.
Las temperaturas han empezado a bajar sin mucha vocación, y los árboles siguen
tan verdes como siempre, preguntándose a partir de qué momento comenzarán a
clarear. Desconozco lo perenne –o no- de las hojas que los visten, por lo que aún
no me atrevo a vaticinar su inmediata desnudez.
Por otra parte, parece que las euforias se van enfriando al mismo ritmo que
las temperaturas. Esa fase de luna de miel ya no es lo que era, y gran parte de
la culpa supongo que la tiene la rutina. También es verdad que, de alguna
forma, he perdido ese componente anónimo que tan atractivo me resultó al principio.
Aun así, de lunes a viernes en horario de oficina –o casi- me dirijo andando
hacia mi ya no tan nuevo destino, con la expectativa de que cada día sea un
poco mejor que el anterior. Que no siempre es fácil, debo decir.
En el apartado de novedades, por llamarlo de alguna manera, incluyo el
hecho de que me he apuntado a jugar en un equipo de “flag football”, que es el
como un fútbol americano en el que no hay contacto (relativamente, que tengo
una rodilla morada) salvo para quitarte una cinta de tela que llevas en la
cintura. Hasta ahora hemos jugado dos partidos, y llevamos pleno de victorias,
por lo que deduzco que debemos ser buenos; y digo bien cuando digo que deduzco,
porque aún no tengo mucha idea de cómo funciona el invento.
La segunda novedad es que el ordenador desde el que escribo, éste desde el
que tantos montonesdepapeles han salido en este último año, tiene sus horas
contadas. Después de casi 6 años dando guerra, ha decidido que lo mejor es
retirarse, y yo, que no tengo valor para negarme, le he dado la venia con
efecto inmediato a partir del jueves, que es cuando me traen mi nueva “máquina
de escribir”. El nuevo, que por cierto tiene teclado americano, tendrá difícil
estar a la altura del que se va. Pero aun así, confío en que sea el que me
traiga la inspiración definitiva para escribir la primera novela de mi vida.
En tercer lugar, y no por ello menos importante, es posible que este jueves –por fin- me examine del carnet de conducir, para lo cual
evidentemente tendré que contar con la inestimable colaboración de mi ángel de
la guarda (al que por cierto algún día tendré que encontrar la forma de dar las
gracias por cambiarme la vida). La trascendencia de esto no es poder conducir –que
también-, porque no tengo coche, sino poder salir por las noches con un carnet
de identidad americano y no tener que cargar con el dichoso pasaporte.
Por lo demás, sigo siendo el mismo idiota con ínfulas de siempre. Sigo
escuchando a The Cure y viendo los partidos del Madrid (cuando me deja este
extraño horario). Sigo cocinando, aunque a veces eche en falta un rodillo y un
bote de nata. Y sobre todo, sigo pensando que, pase lo que pase a partir de
ahora, la decisión de salir de España ha sido una gran idea en términos de
felicidad, tanto cualitativa como cuantitativa. No sólo soy más feliz, sino que
lo soy durante más tiempo, que al fin y al cabo era el objetivo de mi periplo
americano.
En cuanto al resto, pues poco que añadir. Parece que el mundo sigue girando
en un sentido que bien podría ser el de las agujas del reloj, y que el sol
sigue saliendo y poniéndose aquí cada día, aunque justo es decir ya de paso,
que el atardecer de aquí, en algunos lugares es difícilmente superable.
Y poco más. Que de vez en cuando, todavía encuentro a mi alrededor algo de
poesía de esa que no se escribe pero se vive. Que por cierto, es la mejor.