lunes, 6 de octubre de 2014

Tuscaloosa, dos meses después.



Es 6 de octubre. Son las 11:47 horas de la noche en Tuscaloosa. Escucho a Jero Romero. Hace un rato que he llegado a casa de un partido de flag football en el que hemos vuelto a ganar. Afortunadamente esta semana no me han partido la boca ni me han puesto una rodilla morada, vamos mejorando. Estoy tirado en la cama, con el ordenador sobre las rodillas y los auriculares, las gafas y la sonrisa puestos. Nada nuevo, por otra parte. En la pared de mi habitación sigue ondeando Mujer, pájaro y estrella de Miró, y sobre la mesa anidan montones de papeles en el sentido –desafortunadamente- menos metafórico de la expresión. No hace frío. Siento paz. Estoy a gusto, como el 99% del tiempo desde que llegué a Estados Unidos. Cuando acabe de escribir este mensaje, ya será día 7 de octubre, y hará dos meses desde que crucé el charco. Por eso estoy aquí escribiendo otra vez, para contaros que.

Han pasado dos meses desde que me despedí en el aeropuerto de mi padre y de mi hermano para venir a un sitio en el que, si bien ya había estado, no tenía muy claro qué era lo que iba a encontrar. Un máster en literatura. A priori sonaba bastante agradable. Y a posteriori debo decir que está resultando una experiencia de lo más enriquecedora. No sólo por leer cosas que jamás habría leído de no estar aquí, sino por el nuevo horizonte que se está abriendo ante mí: la posibilidad de desarrollar una carrera en este campo, de continuar mis estudios en este país y encontrar un trabajo como profesor después. De emigrar de forma definitiva si es que la vida me acaba llevando por esos derroteros, lo cual no me atrevo a descartar a día de hoy.

Dos meses después de aterrizar, sigo siendo exactamente igual de feliz que cuando llegué –si no más- y sigo teniendo intacta la ilusión de descubrir lo que hay más allá de las absurdas fronteras que nos imponen los territorios. Es cierto que ya no estoy en aquella fase de idealización en la que todo era perfecto y de color de rosa, pero también es verdad que a medida que pasan los días aquí, mis obligaciones aumentan no sólo en número sino en nivel de exigencia: no sólo tengo que hacer muchas cosas, sino que además tengo que hacerlas bien. Especialmente las fotocopias, que a día de hoy son aquello por lo que la universidad me paga un sueldo hasta que cumpla el número mínimo de horas para poder empezar a enseñar español. Y encantado, ojo.

La semana pasada, por otra parte, por fin conseguí mi tan ansiada licencia de conducir de Alabama, por lo que ya no tengo que ir con mi pasaporte a los bares. Resumiré el proceso diciendo que cualquier parecido con el sistema español es mera coincidencia. Para empezar porque aquí no existen las autoescuelas y pagué sólo 23,50 dólares, que es el precio de poder hacer la prueba y la posterior expedición del carnet si finalmente apruebas. Y para seguir, porque aprobé el examen teórico sin haber tocado el libro de circulación. Pero además de eso, y para rematar la faena, nada más aprobar esta parte, me monté en el coche con un policía al lado para hacer el examen práctico, por llamarlo de alguna manera. A mí, que he conducido por Madrid, y que me saqué el carnet de conducir en Móstoles, que es como la jungla pero sin plantas, me dieron una vueltecita de cinco minutos por un barrio residencial de Tuscaloosa. En total, tardé dos horas de reloj en conseguir mi licencia desde que llegué al centro de exámenes hasta que me fui. Igualito que en España, ¿eh? En el apartado de curiosidades, aprobé el examen justo 8 años después de haber aprobado en España. Casualidades de la vida.

Por lo que respecta al idioma, parece ser que últimamente no sólo me entero de casi todo lo que me hablan ya, sino que además soy capaz de producir alguna que otra frase con sentido. Lo cual está bien, puesto que esta es la única parte de la experiencia que no era negociable antes de venir: la literatura podía ir mejor o peor, pero perfeccionar una segunda lengua era una obligación. Debo decir para aquellos que estaban preocupados por mi posible acento sureño, que de momento no existen manifestaciones evidentes de tal suceso –ni de ningún otro relacionado con el acento-, puesto que sigo teniendo un marcado acento sureño, concretamente del suroeste de Europa, vamos.

En cuestión de sensaciones personales, intenciones y miscelánea –que diría Pepe de la Torre, a la sazón mi profesor de Filosofía del Derecho- lo cierto es que ya he empezado a trazar un plan de futuro aquí. No sé muy bien qué pasará después de estos dos años, a dónde –o a dónde no- me llevará la vida. Sin embargo, por mi carácter de soñador no he podido evitar comenzar a mirar otros programas de doctorado en otras universidades grandes –especialmente del oeste-. De momento lo cierto es que aquí estoy encantado, pero no me gustaría pecar de conformista; quiero aspirar a lo mejor, al menos como declaración de principios. 

En cuanto a todo lo demás debo decir que, al contrario de lo que alguna pensaba cuando me fui de España, aún no me he casado ni nada por el estilo. A veces echo de menos Madrid, pero sin exageraciones, y generalmente extraño a mi familia, aunque es una sensación soportable. Las nuevas tecnologías han reducido mucho las distancias, y pese a que el contacto físico es difícilmente sustituible, lo cierto es que eso de vernos las caras iPad mediante de vez en cuando ayuda. Sospecho que me echan más de menos ellos a mí que yo a ellos, la verdad. Especialmente mi madre, que ya no tiene con quien discutir.

Y por lo demás, nada. Que efectivamente ya son las 00:43 del día 7 de octubre de 2014, y que justo dentro de 8 días, el 15, por motivos que no vienen al caso, tengo un billete de vuelta a España. Billete que por cierto, he decidido que voy a perder de forma definitiva, pues hasta nueva orden, y mientras nada ni nadie me ofrezcan algo mejor de lo que tengo aquí, me voy a quedar en los Estados Unidos de América. Que para eso fueron los primeros en creer en mí cuando ni yo mismo lo hacía.

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